Cowboys, de Gatoperro. Vienen buenos nuevos tiempos.

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Lo recuerdo, en los buenos viejos tiempos.
Más que por puro azar yo diría por pura suerte, el camino se me torció a una esquina de la Plaza de Tirso donde moraba un tigre de uñas rotas y jaula abierta, con su alfombra voladora, su jersey marrón, su Takamine albina (aunque siempre tocaba con la mala), sus horarios a deshora, sus cuadernos. Corrían los años de la quema, y yo quemaba mis naves.

Llegué y ya estaba la mesa puesta. Fue lo típico. Nos husmeamos, nos tanteamos, se dejaron ver nuestros amigos respectivos, algo ya nos cantamos de primeras. Él me gustó. Nos gustamos. Me dio un disco que tenía reciente, también lo típico, porque es el camino. Se titulaba David Llosa es El Gatoperro, una rareza homemade que incluye pepinazos entre los que destaco La cama del Faquir, Plan B, Funambulista o La Chica del Gánster. Recuerdo el impacto, recuerdo ponerlo con un presentimiento acostumbrado a tantos y tantos discos insípidos que por aquella época ya me regalaban muchos de mis colegas, y recuerdo que ese presentimiento fraguó en la certeza de tener ahí algo distinto, algo potente y único que estaba ocurriendo en esa persona, que parecía también ser única. Estaba claro que sabía lo que hacía, estaba claro que tenía algo. Todos allí por entonces lo llamaban David, pero qué va, yo allí a quien veía era a Gatoperro afilando sus colmillos, preparándose para atajar el asunto, labrando sobre su alfombra un huerto de pensamientos en hilos de tabaco, pintando con los ojos en las paredes la frase perfecta. Eran buenos aquellos tiempos no tan viejos, nunca pensé que el rocanrol a mí me salvaría. Y es que es natural, éramos tan jóvenes.

Más tarde vino la explosión, la de él y la nuestra, la de todos los que fuimos a parar al Libertad, lo recuerdan, cuando Andrés llegó a Madrid y puso en pie (otro nuevo intento) un Micro Abierto, al que acudimos todos y todas nosotras y nosotros, y nos conocimos, y nos quisimos, y aprendimos, y fuimos felices haciendo grandes los pasos, aunque no fueran a ningún lado. Y ahí el Libertad, y el Calvario de César, y el Frontón, y después Ramón con el Cambalache, y la guitarra, la guitarra, la guitarra.

Reconozco que lo dejé, lo abandoné, a medio camino me fui con otra, pero le seguí teniendo echada la red entre el resto de peces en el charco. Yo ahí iba y venía, no estaba pero seguía estando. Y a él lo encontraba en el Calvario, no el mío, sino el de todos, jugándosela a cara o cruz con El Diablo, hablando con las malvas en el cementerio.

En ese contexto (y con esos pelos) publicó en 2013 Noches alegres, mañanas tristes, un tremendo disco de espectacular sonido, con un arrollador repertorio de canciones en su mayoría de trago corto pero duro, con muchos versos brillantes, muchos otros irreverentes, en cuyo fondo vislumbramos lo que en el fondo de la botella, el simple y sagrado momento de vivir, que como si nada ya pasó y ahí queda. Canciones de bar, para pasarlo bien, cuando llegue la mañana te buscas la vida. Entre esa vorágine de tormentas etílicas destaco Te Follaste a Mi Mejor Amigo, una canción que nos escribió a todos (yo hablo por mí) y ahí brilla, entre una plática festiva, cumpliendo como la más callada pero bonita de la fiesta.

Dicen que se cree demasiado bueno, que no sabe ir a medio gas, Gatoperro otro chupito. Sabe conducir, por eso va despacio. Tiene sed, pero sabe beber

Lo que vino luego, fue mi comienzo en la aventura de La Fídula y un poco más tarde su partida hacia tierras malagueñas. Tres años han pasado desde entonces, y aquí lo tenemos de nuevo, con un trabajo cocinado a fuego muy lento pero con llama vertiginosa y punzante. Con todo lo que tiene que tener. Unas influencias muy claras y visibles pero una personalidad arrolladora, en fondo y forma.
Cowboys, su tercer disco de estudio, bajo el sello Calvario, con un rock muy asequible para unas canciones que a lo mejor no lo son tanto, un sonido más orgánico que cala perfectamente en un plantel de canciones más profundo, más de hueso que de piel, más abajo, más personal, más de autor.

Ya tenemos para la eternidad canciones tan tremendas como Cowboys, una canción de ésas que a todos nos hubiera encantado escribir. Es, sin duda, la joya de la corona. Brillan también textos sublimes como Poltergeist, donde luce también brillante la hermosa Patricia Lázaro, y El Fulgor, un canto a la muerte (¿a la muerte?) nada desesperado, a su estilo. Encontramos cortes de terreno más oscuro y de pelo, como la nihilista Insatisfacción o El Hombre Desconocido, y otros menos solemnes como El Tigre Albino, donde rallando la suave curva del humor arroja a los leones al género humano, en este caso a las fauces de un tigre albino fugado del zoo de Tiflis, precisamente por su carencia de humanidad. Cerca del final aparece Roto, soberana (¿dylaniana?) canción de libro, dedicada al artista quizá también de libro, donde el odio y el amor en esta profesión tan heterogénea se dan la mano y se queman. Duele (mentira). A mí personalmente me pone mucho Caballo Ganador, canción escrita hace ya lluvias y truenos, quizá aquellos Buenos Viejos Tiempos, ésos a los que se refiere en BVT, el pelotazo con el que abre el disco y comienza esta aventura musical tan genial. El viaje siempre es corto, pero el de este trabajo tiene paisajes sugerentes y dispares que lo hacen, sin duda, muy intenso.

No esperemos de él una corona para el entierro de nuestra generación, o lo que sea que seamos. Sólo sepamos que Gatoperro, en el cerco del vaso en una servilleta, en la gota última del fondo que se queda, en el punto exacto donde pierde la mirada, tiene una nueva versión de la vida, la que se vive, la que se lee, la que se escucha. Ha vuelto para enseñarnos cómo tiene las espuelas este jinete incendiario. Abran puertas.

Ahí te quedas, Madrid.

– Dani Fernán

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